lunes, 17 de noviembre de 2008

Demasiado desconcierto académico y social

Es incompresible que no se tomen medidas contra las agresiones indiscriminadas en el terreno académico, a pesar de que a diario se denuncian casos y más casos de ofensas y ultrajes, por parte de los alumnos y algunos de sus padres, contra profesores concretos o contra el colectivo de docentes.

Sí se hacen y conocen inventarios publicados en los medios de información – estamos, cada día más, en un país de estadísticas – pero su aplicación práctica sigue sin conocerse.

Acaso no importe a las autoridades que los profesores se vean ridiculizados por los sujetos sociales a cuya formación están encomendados – los alumnos, de los que ha de depender el futuro del país -, que sean agredidos en privado o públicamente, que se publiquen dichas agresiones en Internet o por mensajes a móvil, que sean filmados por los propios alumnos - ¿existe premeditación y alevosía en su elaboración tan minuciosa? -, que el índice de afectación síquica en los docentes alcance tamaños porcentajes, que muchísimos de ellos sufran depresión severa y que sus familias sufran las consecuencias, que los agresores no puedan ser sancionados seriamente, que el profesor haya de adoptar una posición vergonzante y casi se vea obligado a tener que pedir perdón por no ser capaz de controlar a tanto energúmeno y sinvergüenza, a veces amparados por los propios tutores, los jefes de estudios y los directores que, para evitar la competencia, para que no trascienda la imagen deteriorada del centro o para proteger su propia responsabilidad, aconsejan a los compañeros afectados que callen los incidentes, que se dobleguen y se esfuercen, si no por enseñar, al menos – suena a chirigota - por manifestar cariño hacia los agresores -.

¿Qué más se le puede exigir a un profesor afectado?, ¿qué tipo de heroísmo se pretende que manifieste, en contra de su propio prestigio y categoría?, ¿a qué nivel queda su capacidad como responsable del aula si se merma tan descaradamente su ascendiente? ¿No sería ecuánime darles clases de defensa personal, dentro del cupo de los numerosos cursillos que se les obliga a realizar para conseguir puntuación, cuyo contenido nada suele tener que ver con la labor que deben desarrollar en el futuro?.

¿Cuánta gente se nutrirá de los pagos que, para ser admitidos a opositar, han de pagar los novatos por los cursos convocados al efecto, consensuados con los sindicatos, a costa del peculio familiar, de tantas y tantas horas de sacrificio durante el tiempo de preparación de la misma oposición, y de tan numerosos desplazamientos kilométricos?. ¡Qué tantos favores se les estarán pagando a los sindicatos para que éstos acondicionen las normas que protejan al cuerpo de interinos, con el fin de no permitir que compitan en igualdad de condiciones con los opositores de nueva generación y corran el riesgo de que les puedan usurpar las plazas que se convoquen, muchas de las cuales ellos están ocupando! Porque hay un hecho cierto: los que no ocupan su plaza previa demostración de su valía, salvo honrosísimas excepciones que lo siguen demostrado a diario, generalmente se adocenan, no estudian y no evolucionan, ni en técnicas ni en conocimientos, porque nada ni nadie les acucia pues ya están asentados tanto laboral como socialmente. Lo grave es que, generalmente, muchas de estas plazas, entiéndase puestos de trabajo como funcionarios, han sido concedidos a dedo, a cambio de favores o por motivos de parentesco y beneficio político.

Resulta poco menos que escandaloso que las autoridades académicas digan que no están dotadas de los adecuados métodos coercitivos o de penalización para poder imponer su autoridad. ¿O no quieren porque políticamente no interesan?; ¿qué o quién les impide reivindicar sus derechos?; ¿qué tipo de inspecciones se realizan en los centros?

¿Tal vez no proceden porque ellos mismos se sienten amenazados por el alumnado a su cargo?, ¿tal vez porque sus superiores en rango les vuelven la espalda?, ¿tal vez porque el cuerpo de profesores del claustro que dirigen carecen de la formación, autoridad y capacidad suficientes, o ellos mismos son tan débiles que no pueden aplicar doctrina porque les pueden sancionar o amenazar con obligarles a cesar en el cargo si hacen evidentes tales desmanes y abandono de sus funciones?, ¿tal vez porque “la puntuación”, si cumpliesen estrictamente con su obligación, no les sería aplicada y les evitaría la posibilidad de un futuro desplazamiento para huir de la anarquía en la que actualmente están inmersos?...

¿Dónde está el criterio de autoridad? No es comprensible que los alumnos campen a sus anchas dentro del aula y del centro de enseñanza, impidiendo la docencia y que los profesores puedan dictar sus lecciones, mucho menos - ¡en qué cabeza cabe! - hacer enseñanza participativa, pues, ¿quién sería capaz de hacerlo, sin merma de su juicio o de su integridad física, inmerso en semejante barahúnda como son el aula y el centro habitualmente? Porque es asiduo - ¿acaso es una “norma tácita” en los centros? – que dentro de las salas los alumnos corran, salten, griten, se desplacen, porten gorras, quemen objetos, destrocen mobiliario, se metan debajo de los pupitres, asalten la mesa del profesor, se tiren cuescos – que son aplaudidos por los compañeros/as y reídos, desgraciadamente, por algunos profesores consentidores que presumen de democráticos -, quemen objetos, lancen cosas por las ventanas y se las arrojen unos a otros con riesgo de herirse, utilicen móviles – aunque se diga que están prohibidos -, se mofen del profesor en su propia cara, se insulten entre ellos a voz en grito…

¿A dónde vamos con estas circunstancias tan adversas? ¿Qué podrá ocurrir con los alumnos que de verdad quieren aprender? ¿Cuál será el futuro que espera nuestros enseñantes?...

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