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jueves, 29 de enero de 2009

En busca de las raíces

Os dedico este relato que ha sido publicado en la revistra literaria GRUGALMA de Madrid. Disfrutadlo y opinad.

EN BUSCA DE LAS RAÍCES


Llegué cuando el bostezo de la tarde decadente comenzaba a confundirse con el desperezo de la sombra; era cuando el crepúsculo, taimado, se aproximaba y se aposentaba en los espacios que sosegadamente se diluían hasta desaparecer en un todo uniforme.
Era la hora en que las formas se unifican y las ausencias se renuevan.
La aldea, humillada en la barranca, volcaba al aire hálitos invisibles y espesos.
Al aproximarme a sus aledaños, tenues cacareos, balidos, relinchos, mugidos, ladridos, maullidos, tan solo sugeridos, brotaron de las cuadras tenebrosas, mudas hasta entonces, tal como si la vida intentase rebrotar al percibir mi llegada, mi aroma, o el latido incontenible de mi incertidumbre. Todo se alertó con el crujido de mis pisadas, sembrándose la alarma de corral en corral, imposibles de definir y delimitar en la penumbra cada vez más evidente.
Como obedeciendo a una orden muda, todo se calló, de súbito, creándose una ausencia ficticia en los pesebres, en los corrales y en las casas.
Aunque mis sentidos embotados apenas las percibían, noté en mi piel el puyazo de presencias y miradas desconfiadas, vigilantes, recelosas ante mi venida inesperada, quizás inoportuna. En mi nuca impactaron alientos diferentes; mis oídos se mellaban con el chapoteo de mis botas ajadas en el lodo del camino; las lanchas de piedra determinaban las cancillas inadvertibles y los interiores esfumados en la oscuridad.
No me atreví a volverme cuando una voz aguardentosa, profunda como el gemido de un violonchelo acariciado por mano burda, neutra, monótona, me habló desde el cobijo de un alero.
- ¿Quién eres? -dijo-, ¿qué buscas aquí?.
Se me atragantó la respuesta.
- Muéstrese usted, por favor - dije, balbuceando-; ¿donde se halla?, ¿por qué se oculta?.
Su masa se había fundido con los muros de la casota; sólo el camino era medianamente visible, hasta una corta distancia.
Bajo una bóveda grisácea la luna pugnaba por taladrar el plomo y asomarse a la escena, envidiosa de las escasas luciérnagas que colaban su destello por los suspiros de la tenebregura que nos envolvía. Nada deseaba yo tanto como ver su faz, aunque fuera por segundos, para ubicarme y dispersar mis dudas.
Por un instante me pareció que flotaba el lamento de un niño, pero se acalló enseguida por la mordaza de una mano o de un regazo.
De todas partes, repentinamente, comenzaron a surgir preguntas, apenas audibles al principio, susurrantes luego, y atropelladas después, haciéndome sentir como cercado por las voces, desconcertándome. No sabía a cuál dirigirme, ni hacia donde.
- ¿Quién és?...
Silencio.
- ¿Qué quiere?...
Silencio.
- ¿Qué busca aquí?...
Silencio.
-¿A quién busca?...
Silencio.
- ¿Por qué ha venido a esta aldea?...
Silencio.
- ¿Como se habrá orientado para llegar hasta aquí?...
Más y más silencio tras cada pregunta.
Nadie respondía a nadie en aquel caos que, poco a poco, se había ido creando, marea de alarmas y de miedos que yo no tuve fuerzas para romper.
Intenté sobreponerme y comencé a dirigirme, arbitrariamente, pues a nadie discernía, tratando de crear e infundir armonía y tranquilidad, procurando hacerles ver que yo venía en son afable, cargado y abrumado por tantas o más preguntas y dudas que las que ellos podrían plantearme, y que su anónima actitud me agobiaba y desasosegaba.
Sólo pretendía saber.
Así, en tono bajo, tímidamente, susurrando, les dije, en la seguridad de que podrían oírme fuera cual fuese el tono de voz que emplease y, tal vez, capaces de leer o intuir mis pensamientos:
- Soy Pascual Mauricio, el hijo de Petronila, la panadera. Vengo en busca de mi madre y rastreando mi pasado. Deseo hallarla y encontrarme a mí mismo. ¿Alguien sabe de ella?.
Mis palabras crearon un eco frío que me rebotó en la garganta, en los muros y en el viento. Nuevamente, un silencio glacial se cernió sobre la escena.
Rumores opacos corrieron sobre las tapias, como ratas deslizándose, raudas, sobre las maderas, los poyos, los zaguanes, las cercas y las tejas de pizarra.
Tenía la seguridad de estar rodeado por todas partes, sin que nada tangible, excepto la negrura macizada y los murmullos, acallados adrede, justificasen mi presentimiento.
- ¡Pascual Mauricio!...- manifestó una voz ahogada, desde lo más profundo de una choza ruinosa, tal una garita desmañada, en la que fulgían dos carbúnculos encendidos, ave rapaz o félido al acecho, que taladraban el acero de la inexistente puerta, como queriendo escribir un recado esotérico e inquietante en el tablero de la noche.
- ¡El hijo de la Petronila!...
Me volví inmediatamente en aquella dirección pero de nuevo la ausencia se hallaba entre la voz y yo.
- ¡Dice que perdió su pasado!...
Otra vez resultó vano toparme con alguien.
- ¡Y busca a su madre!...
El ritmo de mis latidos redoblaba en mis sienes la sinfonía de la desesperación.
Un sudor ligero comenzaba a perlar mi frente y la nuca se humedecía como lamida por una lengua áspera. Las palmas de mis manos rezumaban ansiedad, anegándome de hielo los dedos.
Comprendidas mis palabras, conocidos mis deseos y la razón por la que había llegado hasta aquel lugar agreste y recóndito del que no lograba recobrar recuerdos, en solitario y en mitad de la atardecida avanzada, con las botas y la vestimenta empapadas por el agua que descendía por los roderones, deslizándose por las laderas musgosas cubiertas por robleda y pinar, supliqué, con vehemencia, que alguien se me mostrase, para salir de aquella incertidumbre, ya enojosa, y a quién poder dirigirme.
Saliendo no sé de dónde, apareció ante mí una figura encorvada, vestida de negro, saya hasta los pies, cabeza y hombros cubiertos con amplio y grueso pañolón de lana trenzada, sin duda una mujer, de rostro inidentificable y garganta exhausta, que siseaba al hablar por su boca desdentada; me hizo señas para que me aproximase; sus dedos eran largos, nudosos, deformados por la artritis, y destacaban, por su palidez, en la oscuridad del escenario y las vestiduras.
- ¿Sabes?. Todos los que sobrevivimos y permanecemos en la aldea recordamos el día de tu marcha.
- Mi marcha involuntaria; yo era demasiado pequeño; no lo recuerdo.
- Los recuerdos se graban en uno, sin que uno lo quiera; es inevitable; aunque muy poco, algo habrá quedado en tu memoria.
- Es cierto, pero no sé bien qué. Es un bagaje que no sé interpretar. Por eso quiero intentar aclararlo, pues algo está bullendo en mi cabeza desde muy niño, asaltándome en el sueño o viniendo a mí, en la vigilia, como una fantasía que se me hace real, sin haberla vivido.
- ¿Qué recuerdas de tu madre, muchacho?.
Me tomé unos instantes antes de responder, y lo hice sin aparente coherencia.
- Mi madre siempre tenía frío - dije.
- Sin embargo, no siempre el cierzo soplaba, ni había nieve en el paisaje, ni sobre la paja y la pizarra había hielo.
- Recuerdo que decía que siempre tenía frío - reiteré -, eso sí lo recuerdo.
- Su frío estaba en su alma. Verás, primero fueron tus abuelos, a los que ella tan apegada estaba; luego, fue lo de tu padre, por desgracia; luego, la miseria, su incapacidad para criarte; los demás apenas pudimos prestarle apoyo o ayuda; no la admitió ni lo pidió nunca; era demasiado orgullosa para mendigar; su sentido del honor y su dolor inmenso no la hicieron humillarse; por eso, cuando fue consciente de que no podía criarte, dejó que se te llevasen lejos; no sé si tuvo en cuenta que, contigo, se iría lo poco que de ella le quedaba; desde entonces ya no fue ni ella misma, se convirtió en un ser atribulado, yermo, que decidió vivir sólo para sus remembranzas.
- Me dijeron que yo había llorado mucho.
- Como también lloró ella, cada día, cada hora, sin acabar de entender su decisión; arrugósele el rostro, encanecióse su cabello, de la noche a la mañana, y se fue aislando a medida que tu ausencia inevitable se prolongaba.
No sé si ella me miraba, pues no veía sus ojos, pero allí estaba, cabeceando, sin mover los pies, frente a mí, esperando una respuesta. Yo intenté razonar, pero no pude, sino, expresarme como sentía, desde mis pensamientos, que llevaban un ritmo dispar en la conversación.
- Yo aprendí, con el tiempo, que tendría que tratar de ganarme, física y espiritualmente, la herencia que portaba de mis padres, para hallar mi propia verdad. Llevo intentándolo, sin descanso, desde hace muchos, muchos años.
-Y, ¿lo has logrado?.
- Todavía no; de hecho, aquí estoy: Pero ahora, es curioso, es cuando más siento su vacío y su ausencia.
- Porque eres no sólo consciente de su falta, sino que te vas dando cuenta de las dificultades para dar con ella.
Dejó transcurrir un rato antes de proseguir.
- En nuestro recuerdo, a estas alturas ya casi también olvidado, está grabado el imposible con el que intentó sobrevivir tu madre, así como el olvido que le acompañó mientras estuvo entre nosotros.
- ¡Pero yo no la he olvidado!. Aunque su recuerdo es muy vago, la recuerdo, y la busco.
- Para salir adelante, ella tuvo que alejarse de sí misma, hasta convertirse en un sentimiento callado que solo ella creía comprender.
- ¿Y los demás?.
- Con el tiempo, unos pocos se hicieron indiferentes y, otros, luchamos por mantener encendidas las antorchas del afecto; sí, hasta que estas se agotaban, por ley de vida; se apagaron ya, para muchos; los pocos que de entonces quedamos ya no nos reconocemos, casi, entre nosotros; en una aldea de mayores, como esta, en la que ya casi no se nace, y a la que solo se suele venir para el descanso definitivo, lo mejor quizás sea la desmemoria.
Escuché pacientemente su discurso.
- ¿Y de tu vida, como fue?, - me preguntó.
- Yo fui criado con cariño en un ambiente hogareño y cálido; pero no conocí la ternura de mi madre, ni la felicidad de una carantoña. Y las ansío.
- La ternura es un patrimonio del alma; sin ella, el ser humano crece cojo, y la felicidad se le hace una meta imposible de lograr. De nada vale pretenderla, la felicidad, pues a cambio pueden darte fingimiento y deslealtad. Porque es como una caricia que, cuando ocurre, brota espontáneamente y te abarrota la existencia para sublimarla hacia el amor. Por eso la han sentido tan pocos y tantos se han sentido frustrados creyendo poseerla o haberla poseído.
- Tampoco he conocido el amor.
- El verdadero amor se te ha ido con tu madre.
Una inmensa nostalgia inundó lo más sensible de mi entraña.
- ¿Qué fue de ella? - pregunté, vivamente interesado.
Me respondió en voz muy baja:
- Se fue a matar el futuro, desbordada por un pasado que la amordazaba, siempre con tu nombre en los labios y la tristeza en sus ojos. Por ese camino se fue - señaló un sendero que se abría entre los setos de dos rediles -, sin precisar su destino, con el infinito por destino..., o la nada.
Un extraño y repentino escalofrío recorrió mi espalda y una profunda desazón comenzó a agobiarme en el pecho.
- Ya ella no está, pues.
- Aquí no queda nada, ni nadie, que pueda pertenecerte o ayudarte; muchos recuerdos, de los que sobreviven, perduran tergiversados, convertidos en leyenda, y carecen de significado para ti.
- ¿Y los tuyos?.
- Los míos se mantienen, por mor de estos pechos que te amamantaron - dijo, poniendo ambas manos sobre sus senos resecos y consumidos, golpeándose, a veces, sonando como un arcón vacío -. Tu pasado, hazme caso, ya no está aquí; sólo el que tú traes contigo existe, y debes mantenerlo vivo para que te conduzca a tus raíces.
- Entonces, tú, a mí..., yo…
Sin hacerme caso, continuó:
- Sigue ese mismo camino. Pero no te demores, pues el tiempo transcurre y juega en tu contra...y en el de ella. Ojalá alcances a lograr el calor del abrazo y el lecho que te aloje y caliente los témpanos de la soledad; en ese seno es donde hallarás la paz que buscas.
Me sorprendió la sensatez de sus palabras, en las que se denotaba una gran añoranza contenida.
Inicié de nuevo el camino, siguiendo sus indicaciones, cargado ahora con la mochila de la esperanza y del conocimiento recién adquirido.
Me volví y pregunté:
- ¿Qué será de ti, de los que quedáis?...
- Para nosotros, la historia se nos ha dormido en las arrugas; lentamente, se extingue; nuestra marcha es ineludible. Nuestro proyecto se nos estancó, hace años, en las lindes de las cercas; nuestra decrepitud evidente es bienvenida y necesaria; nos vamos haciendo ausentes, pues no nos oponemos a la pérdida progresiva de nosotros mismos; mas bien, lo deseamos; hemos asumido nuestro destino, aún sintiendo que nuestro ánimo se transforma en desaliento, el optimismo en serenidad o en tristeza, la esperanza en frustración, la ilusión en algo inalcanzable e inconcebible, a estas alturas...Sin embargo, tú eres la esperanza personificada. Sigue, no luches contra tu sino, déjate arrastrar por la torrentera que la vida te ha marcado, y que te aguarda; tal vez llegues con bien al final.
Comprendí que no había lugar para otros razonamientos.
- Entonces, adiós...y gracias..., Ama.
Un corto silencio siguió, en el que creí percibir un suspiro.
- Adiós, muchacho, adiós.
No volví a mirar atrás.
Se quedó el sigilo donde quedaban la figura de aquella mujer y su sombra.
No me sentí libre, sin embargo, del misterio que seguía impregnándolo todo.
El sendero, resquebrajado por los guijarros, descendía, abierto ante mí, hacia lo desconocido.
A mis espaldas quedaba el pretérito, apenas vislumbrado.
Frente a mí, estaba la duda, y, conmigo, todos mis miedos, el temor a no poder lograr descubrir el rumbo de mi madre, para sentir su abrazo anhelado, o hallar su tumba, para depositar en ella el beso que jamás había podido regalarle.
El camino se me ofrecía largo, por desconocido y por tedioso. Mas, mis pies habían cobrado alas y mi seno se iba ensanchando a medida que mis pasos me conducían hacia el destino que desconocía.


José Manuel Cairo Antelo